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Piedras -MdT 2-

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Siempre hay muchas allí, pero en cuanto las toca se deshacen entre sus dedos.
Al principio se asustaba y pensaba que debía tener alguna característica más allá de lo natural, y se acurrucaba a los bajos del pantalón de su madre. Ella se agachaba tan bien como podía, enredando los dedos entre sus cabellos de cobre, diciéndole que no pasaba nada, que a la tierra sólo le faltaba un poco de agua.
Aliguer contempla sus pies entre los adoquines recién colocados. El zapatero ha encontrado en un libro cómo hacer zuecos. No mucho más tarde, cuando cumple cinco ciclos, le regala los primeros que han habido allí, y cuando se los pone siente como si jugaran el suelo y él, a ver cuál de los dos hace más ruido.
Poco a poco el ruido acaba siendo sustituido por un ritmo que parece llevar dentro de las venas, entre los abrazos de Salvia antes de ir a dormir y la avena tostada de los días festivos.
¿Su felicidad es tan efímera como la de esas piedras?
Porque dos semanas más tarde, de camino a la Espiral, tropieza con una que no se deshace y cae torpemente al suelo. Unas risas se le clavan rápidamente entre las costillas.
La hebilla de cuero del zueco derecho se ha roto, y ya no puede llevarlo. Quiere llorar pero ese otro niño, el que nació un día antes que él, lo mira con suficiencia. Nota cómo un nudo en la garganta le impide decirle nada, a él y al corrillo de niños que han ido uniéndose a él.
—Parece un cometierras.
Ese es el peor insulto que pueden hacerle a un niño de cinco ciclos.
Los cometierras son unos insectos que viven en lo más profundo de su pueblo. Con sus decenas de miradas y sus dientes, que son el doble de grandes que los bracitos de Aliguer, abren túneles, galerías, más lugares para que la gente pueda vivir. ¿Que una hija abandona a su madre para tener su propio hogar? Un domador se dirige con el insecto hacia el lugar donde quiere establecerse y no mucho después habrá otro agujero en la tierra.
Las risas se hunden en las heridas.
Aliguer sabe por primera vez qué es lo que alguien te humille y no sepas qué responder. Cabizbajo, decide quitarse los zuecos y, un par de centímetros más bajo, vuelve a ir hacia la Espiral.
Cometierras. Son animales inmundos, sucios, que comen lo primero que encuentran. Si no, ¿para qué están esas personas? Para acariciarlos no, desde luego.
Cometierras. Son seres sin ideas, sin sueños, topos que no saben dónde está la luz.

—¿Qué ha pasado, hijo?
Salvia está preocupada, y levanta a su hijo sin apenas esfuerzo, mantiéndolo en su falda. Nunca había visto ese brillo apagado en sus ojos claros, de ese verde que tan pocas veces han visto en el mundo.
—Un zueco está roto.
«¿Está roto?».
—¿Ha sido ese niño, verdad? El que nació un día antes que tú.
Aliguer no responde, hasta que ve que mueve la cabeza de un lado a otro, asintiendo sin parar. Quiere ocultar esas lágrimas traicioneras, porque le han explicado que un hombre no tiene que llorar, que hacerlo es de cobardes.
—Ha sido él —afirma ella.
El niño agacha todavía más la cabeza, pero su madre se lo impide y le hace levantar la vista, apretando con cariño sus mejillas.
—Diga lo que te diga, no le hagas caso.
—Aunque no le haga caso, me duele aquí dentro.
Y se señala el corazón.
—Voy a ir a hablar con sus pa...
—No, mami. Por favor.
Le agarra de la manga, suplica y gime que no, que no, que no quiere saber cómo esas risas podrían convertirse en algo todavía peor. Salvia se agacha y lo abraza con cuidado, y Aliguer respira hondamente, sintiendo el olor a flores que siempre la persigue.
Quiere que olvide eso, aunque no sabe que aquel será uno de los recuerdos que su hijo acabará rememorando todas las noches.

Cuando el reloj marca las tres de la tarde,
una mujer al borde de la muerte
y un niño descalzo cuya vida ya florece
salen de su hogar y andan sin parar
hasta que encuentran un profundo lugar.
La Espiral.
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